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Segunda parte


Manuel se sentía molesto. Estaba bajo las sábanas de la cama de Martín, mientras el otro buscaba la linterna.

Todo esto le parecía realmente estúpido por su parte: hablar bajo las sábanas y matarse a reflejos de linternas. Martín es a veces demasiado infantil para el castaño, y eso que es mayor que él.

Mientras el castaño se retorcía en las sábanas, Martín cantaba una canción tradicional en voz baja. Su voz era muy dulce cuando cantaba, y podía amasar hasta el más duro de los corazones...

Ah...

Espera, ¿qué?


— ¿María? ¿Eres tú? —dijo Catalina, sorprendida al ver a la venezolana intentando abrocharse la cremallera de la chaqueta.

— ¡¡Cata!! —María se lanzó a ella, abrazándola fuerte y sonriendo de oreja a oreja— ¡¡Primucha!!

— ¿Qué haces aquí?

— Estudiando, este cole es chevere.

— Yo no voy a estudiar... aunque si puedo, ¡te juro que voy a tu misma clase!


— Martín, no.

— Sí.

— No.

— Sí.

— Que no.

— Que sí.

— ¡¡Ya chucha perro culiao!!

Manuel le lanzó un cojín a Martín.

— Venga, vale —el rubio sonreía de oreja a oreja, riendo por lo bajo.

— No pienso contarte más —Manuel se cruzó de brazos, mirando hacia una esquina de la habitación.

— ¿Por qué te cuesta tanto contarme sobre tus padres? —el trasandino se lanzó a la cama y cayó de barriga, tambaleando sus piernas y moviéndolas— ¿Tan malos eran?

— Mi madre era la alegría de la huerta hasta que ese pendejo de mierda entró a la familia —tragó saliva y miró al rubio—, es decir, mi madre fue infiel a mi padre porque le trataba mal, se separaron y volvió a casarse con el mismo tipo de hombre de mierda...

— Yo sólo tengo padre. Mataron a mi vieja tras mi nacimiento, porque el gobierno decía que yo era "contaminante e ilegal para la Humanidad", de manera que, sólo pudimos escapar de la sociedad mi padre y yo. A mi madre la pillaron y le quitaron la cabeza en la guillotina.

— ... sorry weón...

— No, es puta agua pasada asquerosa, incluso ni me importa... es decir, mi madre sólo me cuidó una semana, no le tenía tanto afecto como a mi viejo.

Manuel le tocó la cabeza a Martín.

— Eso tuvo que ser un trauma en mayúsculas... ¿viste cómo le mataban?

— Yo era el siguiente de la fila.

Silencio.

— Estaban a punto de matarme —continuó—, hasta que reventé en explosiones, destrozando todo el "estadio" y a la sociedad, quedando sólo entre un montón de cadáveres infectados por la radioactividad —suspiró—... una hora tarde, mi viejo me encontró allí, me cargó y nos fuimos de la ciudad. El cadáver de mi madre desapareció... ay...

Martín empezó a lloriquear, y abrazó a Manuel, quien le correspondió la tristeza y el abrazo.

— Te advertía de que ibas a llorar...

Martín sonrió y se apegó más a él.

— Me gusta llorar

No se habló más.


Al día siguiente, Martín amaneció resfriado. Pero no había rastro de lava...

Oh, quizás sea Manuel.

En una silla de al lado, estaba el castaño hecho una bolita, dormido profundamente.

Martín sonrió, y observó cómo de la silla caían varias gotas de hielo derretido, pero era porque hace poco habían carámbanos ahí debido a la presencia de Manuel.

Así, se arrastró al lado más cercano del chleno en la cama y se tapó con la manta de abajo, echándole por encima la otra más finita, para que no tuviese calor.

El ojimiel abrió los ojos.

— Chucha —la primera y vulgar palabra del día—. Ah, ¿me quedé dormido?

— Sep.

Manuel se frotó los ojos, quitándose las legañas.

Fue a estirarse, alzando los brazos y haciendo ruidos raros. Era gracioso porque la camisa interior le quedaba pequeña y al estirarse se le veía el ombligo.

— Qué calor —dijo, abanicándose con su propia mano—. ¿Estás acostumbrado o algo?

— Es que es mi cuarto, debo tener una temperatura alta —dijo en respuesta, levantándose y estirándose igual—. Lo mismo, vos tenes que estar rodeado de muebles construídos con hielo para tranquilizarte...

— Ah... oye, sin gafas no veo un carajo...

— Sorry, no tengo gafas.

Momento incómodo.


— Martín, ¿puede acompañarme por favor? —el profesor estaba tan serio como siempre, el maletín petado de documentos e historias que los adolescentes y los niños nunca entenderán al menos que ejerzan la misma profesión.

— Sí señor.

Eucaliptus dobló por la esquina, hasta llegar a un cuarto en la más oscura esquina del colegio.

— Entre.

Martín, extrañado, arqueó las cejas, frunció el ceño tras ello y entró a la sucia habitación. Habían cajas por todas partes, las telarañas estaban más marcadas que en ningún sitio, en las esquinas.

Habían numerosos objetos de madera de una notable edad, entre ellos, muñecos.

*Flashback*

— ¿De verdad es para mí?

— Sí. Este muñeco me lo regaló tu padre de pequeña, cuando aún estábamos en la guardería....

— ¡Os conocíais desde los tres años! ¡Qué pasada!

Un niño rubito y bajito saltaba, con las mejillas coloradas y un muñeco de peluche entre las manos. Era una vaquita color marrón, y tenía numerosos parches tejidos en su piel.

— ¿Cómo es que no os olvidásteis? —preguntaba, muy feliz y curioso.

— Nunca olvidarás a la persona que amas, incluso si os separáis de por vida...

*Fin del flashback*

Martín quedó con la boca abierta de par en par.

— Aquí... es... donde está... ¿"todo"?

— Exacto. Quería enseñártelo, nieto.

¿Nieto?

¿Qué coño?

— ¿Nieto? ¿Eres mi abuelo?

Eucaliptus sonrió.

— Has crecido muy rápido.

Martín sonrió amplio y abrazó a su profesor con todas sus fuerzas. Eso sí; un poco flojo, para no romperle la espalda.

— ¡¡No me lo puedo creer!!

Martín estaba dando vueltas, y vueltas, y vueltas, y se acababa mareando en miles de recuerdos. De recuerdos casi borrados por el tiempo. De recuerdos que adoraba... de su inocente niñez...

— ¿Dónde está el peluche, abuelo?

— En la caja más alta —dijo él, señalando dicha caja con el dedo meñique—. Ten cuidado a ver si te vas a cargar lo demás...

— ¡Sí!

Martín se agarró a una de las cuerdas que colgaban del techo y caminó sobre unos tableros viejos, hasta llegar a la caja. La abrió y allí estaba.

El rubio bajó triunfante, abrazando a su peluche.

— Recuerda —le dijo el anciano—: tu padre se lo regaló a la mujer que más quería. Espero que la tradición siga en pie.

Entonces, Martín recordó...

Odio tanto a los homos

Se deprimió un poco. Un poquito. No más.

Apretó fuerte con los dedos a su muñeco.

— Voy a salir.

— Pero está lloviendo...

— Me importa una mierda.

Martín agarró a su paraguas y a su inseparable peluche. Salió, abrió el paraguas y se sentó en un banco que había en el callejón prohibido del colegio. Empezó a cantar, como una fuerza que no se puede aguantar y tienes ganas de soltarlo...

Escuchen pardos D8 (?)

La lluvia caía encima del paraguas. Ya no le tenía miedo... Estiró el brazo fuera del paraguas. Las gotas caían como si nada. Martín se mordía el labio inferior, esperando a que algo malo pasase.

Seguía cantando.

Poco a poco, fue cerrando el paraguas.

No había visto a Manuel desde hace dos días (y eso es mucho para el trasandino).

Sólo veía a Miguel transformado en rana o en pez, o remando en canoas... no le costaba nada admitir que Miguel había vuelto a su estado normal.

Le dolía el corazón.

Odio tanto a los homos.

Esa frase... Va a cambiar...

La lluvia caía de sus mechones, y el más largo de todos, caía en frente de su cara. Pensando en cómo cambió su vida cuando él llegó. Cómo dejó a María y fue el hombre más libre de todos, cómo conoció al profesor, su actual abuelo, a sus primeras clases... Al Sol amanecer, a cuando llegaba tarde y le castigaban, a cuando se metió con Daniel y se lió parda... cuando todos estaban en contra de él... cuando le culpaban... Cuando aún tenía el peluche. Cuando conoció a su lusus. Cuando empezó a controlar su poder. Cuando empezaron las misiones. Cuando se quedaba despierto mirando las estrellas él solo.

Cuando... beh.

Sonrió y se levantó. Empezó a caminar, cantando igual. Daba vueltas sobre sí mismo, y varios pájaros piaban al ritmo.

Así, se acercó al bosque y empezó a trepar.

Se agarró a una de las ramas como un murciélago. Empezó a pendular, pero antes dejó el móvil y la mochila colgada en la rama vecina.

Sonreía como siempre, feliz, olvidando todo el pasado y pronunciando las palabras de la canción como realmente son.

Abrió la boca y le sacó la lengua a un camaleón que le miraba, y después rió.

El Sol estaba apareciendo de entre las nubes, así que Martín decidió volver al instituto.

En la puerta, estaba Manuel con un paraguas y mirando el reloj.

— ¿Dónde carajo estabas?

Martín sonrió y le abrazó.

— No querrás saber.

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